Sovirg miró con gesto cansado al verde campo adyacente mientras avanzaba tras los bueyes, azadón en mano, cavando tras la estela del arado. Eran una veintena de hombres sudorosos, derrengados y taciturnos. Su atención se centró en los tres saqqis de piel atezada; los últimos de la veintena de los prisioneros que el señor había hecho durante la guerra. Sovirg los despreciaba por haberlos invadido y por tener que compartir una pequeña parte de su comida, tan escasa como la piedad de los dioses, con ellos.
Meneó la cabeza, asqueado, y miró con deseo a los campos cercanos, demasiado verdes, mientras las tripas le rugían dolorosamente. Cultivaban los campos hasta agotarlos, buscando cosechas que aliviasen el hambre y la escasez. Pero casi todas se malograban por las plagas y las sequías desde la guerra.
Un resplandor le hizo levantar la mirada. Una brillante estela de fuego azul cruzaba el cielo sobre los sembrados. Los hombres chillaron y se tiraron al suelo, rezándole a los dioses. Los ojos de Sovirg se clavaron en los tres saqqis que hacían sus extraños gestos de reverencia y gritaban, exultantes.
—Sherimai al´Iffar —dijo el más mayor con una sonrisa desdentada—. El camino del sherim.
Y Sovirg vio entonces que los trigales adyacentes, a los que aún les faltaban meses para madurar, se estaban volviendo del color del oro al ser bañados por la luz azul del cometa. Era un jodido milagro.
—El camino del sherim —repitió Sovirg, compartiendo aquella sonrisa.
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